-¡Aparato de mierda! –le gritó.
El ordenador, sin embargo, no respondió. Se quedó allí, con el estúpido reloj de arena digital indicando que “estaba pensando”. Y la estúpida ruedecita. ¿Pensar? Y una mierda.
Angela estaba hasta los ovarios de trabajar. Debido a la crisis, había tenido que aceptar el primer trabajo que se le ofreció, ya que había dimitido hacía un año de su puesto de profesora.
En realidad, ella no quería irse, pero su hermano enfermó, y no había nadie que pudiera cuidarlo. Hacía ya un mes que había muerto, pero Angela sentía que no lo había superado. Y es que no era fácil.
Y así había acabado, a las once de la noche, sola en la oficina, ante un ordenador medio “lelo” y rodeada de carpetas, montones de hojas, ficheros varios por ordenar…
Sintió que no podía más; se derrumbó y se echó a llorar. No supo cuanto tiempo estuvo así, solo supo que de repente alguien la cogió por los hombros suavemente y le hizo dar media vuelta.
Ese alguien era Dulce, que dulcemente la levantó y la envolvió en un cálido y reconfortante abrazo.
- Ya está… -susurró.
- No, no está y lo sabes… - respondió Angela entre susurros.- Claro que no está. ¿Cómo va a estar? Mira el puto ordenador, Dulce, y dime qué coño ves.
- ¿Quieres relajarte? Sabes de sobras que las palabrotas no te pegan nada. Y… ¿Cuántas veces has dicho está, está, está?
- Estoy harta.
- Lo sé, cariño, pero por hoy ya has hecho bastante, ¿sabes? Vámonos a casa.- Dulce la miró con cariño, pero con autoridad. No iba a aceptar un no por respuesta.
- Pero…
- Pero nada. - repuso firmemente.- Oye, cielo, mañana venimos juntas y te ayudo con todo este follón. No va a haber nadie, así que ninguna persona de esta oficina tiene por qué darse cuenta, ¿estamos?
“Que segura se la ve”, pensó Angela con envidia.
Aunque Dulce, de segura, nada. Nunca había visto a Angela así. Estaba empezando a pensar que no se repondría, pero no podía pasar el resto de su vida así de destrozada, de derrumbada. De acuerdo, ella también echaba de menos a John, y entendía que eran hermanos, pero… Angela había adelgazado muchísimo. No comía, no bebía. Ya no cogía el violín, y ni se acercaba al piano. Antes no los dejaba…
Angela soltó otro sollozo, y con un suspiro se zafó del abrazo de Dulce.
Aquello la había pillado por sorpresa, y no pudo evitar quedarse quieta sin saber cómo reaccionar. Solo observar su mesa de trabajo se deprimía. Refunfuñando, Dulce la apartó de la mesa, dispuso todo el papeleo en un solo montón, apagó el ordenador de la torre (sin importarle que “siguiera pensando”) y cogió el bolso y la chaqueta de Angela, entregándoselos.
Luego, salieron del edificio (Dulce arrastró a Angela, para ser más exactos) y Angela tecleó el código de la alarma.
- ¿Oye, por cierto, cómo has entrado? –preguntó tras introducir el último dígito.
- Tratándose de ti, no hay barreras que me impidan moverme – le respondió con una enigmática sonrisa.
Y entonces se besaron, y Angela se dio cuenta de que ese beso cálido, tierno y apasionado era lo que llevaba esperando todo el día.
Irene Ortega.
A la Maria, que estima l'Amàlia i mai serà estimada; a la Júlia Mulleres i a la Mar MODRÁ, que van ser de les primeres en llegir-la, i a la Dulce Rm, que inconcientment m'ha deixat el seu nom.
Ooooooh! Que mona, per déu!
ResponderEliminarM'encanta que m'hagis posat a la dedicatòria, però he de confessar-te una cosa,... (bé, ja t'ho diré pel xat que aquí queda una mica malament!)
Déu n'hi do, que maco!
ResponderEliminar:)
ResponderEliminarPreciós, escrius molt bé bonica, no deixis de fer-ho mai perquè tens una capacitat que molts voldrien, la de crear móns paral·lels al món de veritat. I això és molt necessari moltíssimes vegades. Muak
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