lunes, 28 de febrero de 2011

Instantes de confusión.

Abro los ojos, la cabeza me da vueltas. No puedo pensar.
¿Quién soy?
¿Dónde estoy?
¿Hacia donde voy? O, mejor dicho,
¿voy a alguna parte?

Poco a poco, se me aclaran las ideas. Lo recuerdo todo. Y cuando digo todo, es todo. De golpe acuden a mi cabeza miles de imágenes, imágenes que relatan mi vida. Una vida que, sin duda, odio.

Mareos constantes, viajes completamente inesperados, violentos y abrumadores y un calor sofocante son el clímax de mis pesadillas, de mi existencia.

Mientras haya luz, puedo asegurar que soy el ser más desesperado, triste, torturado, desazonado o cualquier sinónimo de estos adjetivos que se os pueda ocurrir.

Bueno, de hecho yo y mis miles de millones de congéneres nos sentimos así. Tenemos una mala vida. Tengo una mala vida.

Solo la noche consigue despejarme, tranquilizarme, relajarme.
Por la noche alcanzo el estado más próximo a la felicidad, puesto que yo no puedo ser feliz, no con esta vida.

Rutina diaria:

Sale el Sol. Empieza el calor. Cada vez es menos soportable. Mantengo inútiles esperanzas de que llueva, pero eso es un milagro y los milagros no suceden cada día.
Las horas pasan lentamente cuando repente se acerca la peor parte. ¿Es posible que exista algo peor? Pues sí, y mucho. Se acerca una tormenta de arena.

Las probabilidades de no salir volando son nulas. No tengo tiempo de rezar mis oraciones. La tormenta ha llegado. Es la pesadilla personificada en nuestras vidas y sucede prácticamente cada día.
Mierda, ya llega.

Si al menos pudiera agarrarme a algo… Pero no hay nada a mi alrededor, nada excepto miles de millones de clones personificados. Porque vivimos (si es que se le puede llamar vivir a esto) todos juntos.

De repente, soy alzada violentamente por el viento y mi vida, mi persona y mi mente empiezan a dar vueltas, como los desafortunados que giran a mi alrededor. No puedo compadecerme porque me pasa lo mismo.

Ya no recuerdo nada. Las imágenes desfilan borrosas ante mi, demasiado rápidas para distinguirlas.

Instantes de confusión.

Después de lo que pueden haber sido treinta minutos o cinco años, aterrizo en el suelo.

Abro los ojos, la cabeza me da vueltas. No puedo pensar.
¿Quién soy?
¿Dónde estoy?
¿Hacia donde voy? O, mejor dicho,
¿voy a alguna parte?

Se pone el Sol, llega la oscuridad.”

 La noche me sirve para relajarme, tranquilizarme y prepararme mentalmente para el día siguiente. Primero frescura, luego frío. Después, me congelo. Pero el frío no me molesta. Durante el día no puedo con el calor, pero puedo estar a cuarenta bajo cero sin molestarme en absoluto.

Sería genial si no fuera porque al día siguiente, la tortura empieza de nuevo.
Y, desgraciadamente, no puedo morir.


 Irene Ortega.

1 comentario: